20 agosto 2007

Tekeli-li

Un nombre es algo muy serio. Un nombre no es un mero identificador, una simple etiqueta arbitraria: no. Un nombre te define. No del todo sino que es más bien como tu troquel, ¿sabeis?, accesorio pero exactamente con tu forma. Y muchas veces un nombre te llena mucho más de lo que inicialmente TÚ puedas llenarlo a él.
Y este era el caso de Edgar. Su madre, antigua cinéfila progresista de las de Parka y Cahiers, le había puesto ese nombre pensando en Edgar Neville y esperando que su retoño se contagiara en algo del genio y lograra trepar a la alta burguesía -que ser de izquierdas es una cosa pero ser gilipollas otra muy distinta.

Pero el pequeño Edgar había salido algo diferente a lo que esperaba su mami: delgaducho, de piel cetrina, de pelo lacio, de mal comer, al que nunca elegían para jugar al fútbol en el recreo pero al que los macarras del colegio parecían temer. Amigo de los adjetivos rimbombantes, los adverbios sonoros, el vocabulario caduco y los monólogos sombríos. Amante de cuervos, gatos negros, ventanas altas, juegos de sombras y suspiros largos. Que había logrado tener una relación tormentosa a los doce años de edad, se había preguntado sobre el trágico horizonte que nos espera al final de nuestro día durante su primera excursión al Zoo de Madrid y que se había dejado perilla afilada en cuando le había comenzado a cambiar la voz. Y todo esto, por supuesto, muchos años antes de que su profesora de Inglés de BUP le hubiera regalado El Cuervo de su tocayo Poe.

El otro día Edgar se preguntaba -a eso de la cuarta Mahou- cómo habría sido su vida si su madre hubiera sido florista y le hubiera llamado Jacinto...

Iván Ferreiro - Piensa en frío

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