19 noviembre 2007

Zaragoza, Illinois

¿Te acordarás ahora? Era un sábado noche de mediados de marzo. Habíamos quedado en el casco viejo a eso de las tres de la mañana. Era, por supuesto, antes de que el Ayuntamiento impusiera ese horario de cierre de bares actual que seguramente tendrá mucha razón de ser pero que a tí a y a mí nos toca los cojones. Hacía un cierzo que helaba los huesos y recuedo perfectamente que yo cuando salí de casa llevaba mi braga militar calada hasta las pestañas y las manos metidas dentro del forro polar, que ví a una pareja que se estaba liando enfrente del portal de mi casa de manera salvaje y que me dí cuenta de que ella era la santita de la vecina de abajo. No sé por qué, pero me acuerdo de eso. La memoría es así de puñetera.

Tú creo que venías de La Naranja Mecánica porque habías salido antes con tus compañeros de trabajo y todos tiraban por el rollo bakalao. Y tú, claro, te apuntabas a un bombardeo. Habías quedado entre tanto con los reyes del cuarto y mitad y por lo tanto ya asumía que vendrías enchufado. Te habrías encerrado en el baño con el Víctor y el Montes y, pim pam, te habrías "ensanchado las neuronas", como me dijiste aquella vez que te tuve que sacar a rastras del Jarras antes de que aquellos dos punkos nos partieran la boca.

Lo que más me jodía era que los reyes del cuarto eran buena gente. Amables, abiertos, cordiales, tranquilos, siempre dispuestos a echar una mano y siempre con un chiste o una palabra amable en la boca. Que no eran los farloperos oscuros y malignos que salían en las series de Globomedia, vamos. Que te estaban convirtiendo en un gilipollas pero que no podía odiarles porque eran buenos tíos y porque de entre ellos el peor de todos eras precisamente tú. Me habías caído muy mal cuando te habías metido en la montaña rusa sentimental de María pero, hostias: me estabas cayendo peor despues.

Te esperaba al lado de La Bola de Oro, junto a las murallas. Llegaste como esperaba que llegaras, con las pupilas dilatadas y la nariz irritada, vestido como un gilipollas que aún estuviera acostumbrándose a llevar camisa, con las manos en los bolsillos y mirando de lado a lado con esa frívola sonrisa que tan poco natural te salía. Te miré ya sin desden ni preocupación, sólo con frialdad. Tras escuchar tu torrente de palabras asintiendo e intentando apartarte de la puerta del Mundo comenzamos a caminar hasta que llegamos a la calle Temple. Estaba bastante vacía porque la temperatura no acompañaba a hacer corrillos en las puertas y apenas tuvimos que abrirnos paso.

No sé cómo ni cuándo te encaraste con el moro, que ver a uno por aquel entonces aún era una novedad y no parte del paisaje como es hoy en día. Yo le estaba pidiendo fuego a un ex-compañero de Maristas y charlando un poco sobre amigos comunes y de repente, cuando me giré a buscarte con la mirada, estabas tirado en el suelo con dos desconocidos ayudándote a levantarte. Tu agresor se había largado por donde había venido y no sé por qué razón se limitó a darte un puñetazo en los dientes. Te tocabas la boca con sorpresa y te mirabas los dedos ensangrentados como quien ve sangre por primera vez. Y mientras yo me abría paso entre los curiosos, con los puños cerrados e intentando ver quién te había puesto la mano encima, tú asentías y te reías. Te descojonabas, vamos. Mientras te acompañaba al parking, porque se me había cortado el rollo por completo y sólo quería vovler al barrio, decías que la hostia que habías esquivado en el Jarras te había encontrado y te seguías deshuevando. Días despues me dijiste que el guantazo del moro no había sido ninguna revelación pero que quizás sí que había servido para sacudirte lo bastante como para despertarte.

Y ahora me pregunto con qué debería golpearte para que volvieras a hacerlo.

Death From Above 1979 - Little girl

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