Quizás pensais que el que miente soy yo y no la historia. No puedo mentir, pues si mintiese... ¿qué conseguiría? Malgastar los escasos centímetros cúbicos de tinta que deben quedarle a este bolígrafo que unas manos en una cadena de montaje ensamblaron con desgana y a cambio de un sueldo ridículo sin saber que iba a acabar convertido en el instrumento del disfrute de un infeliz calvo y medio tonto. O quizás lo que en estos momentos os preguntéis es que de qué demonios estoy hablando y por qué estais gastando vuestro tiempo y por ende vuestro dinero en leer los desvaríos de un pobre infeliz que ni siquiera es capaz de crear un torrente de consciencia mínimamente vendible e interesante. Debeis disculparme, pues mis ojos están en estos momentos más dilatados de lo normal y mi presión sanguínea es tan elevada que puedo escuchar perfectamente el retumbar de la sangre resonar contra mis tímpanos.
Soy un simple drogadicto.
Lo único que me hace mínimamente interesante es que la droga que me agarra en estos momentos de los pelos de la nuca y me paraliza los párpados para evitar que me duerma no es una cocaína ni un caballo cualquiera. La droga que en estos momentos roe mi sistema nervioso y hace el amor con mi cerebro es la que acabó con nuestra civilización occidental y nos dejó en la situación en la que estamos actualmente, o quizás debería decir que lo hará, o que quizás lo haga. En cualquier caso yo fui y seré su pionero, el que se dio su primer y su último pico, el que sintió el poder de una explosión nuclear entre sus labios y creyó en el potencial escondido tras su simple y estúpido bisilábico nombre, aquel que no me atrevo ya a pronunciar por miedo a que el síndrome de abstinencia vuelva a sacudirme una patada en los testículos.
Sé que no podeis verme pero intentad imaginarme sentado sobre las ruinas de mi casa natal, con mi gorro de lana encajado hasta la mandíbula y escribiendo alucinado en mi viejo cuaderno de notas mientras me río pensando en lo aburrido que era todo cuando el mundo estaba sobrio y los copos de nieve no danzaban a mi alrededor. Intentadlo. Y decidme quién demonios soy yo para quejarme.
La historia empieza, como cualquier buen historia debe empezar, en un lunes noche, en la vieja cama de un apartamento aún más viejo, mientras la música del pub del piso de abajo hace vibrar la lámpara de mesa, y escasos segundos tras el orgasmo más intenso de la vida de María Claret.
The Orb - Prime evil