El día que entré en coma soplaba una brisa dulce que erizaba el vello de mis brazos como si alguien deslizara una pluma por encima. Era un jueves de mediados de abril, un día iluminado por un sol radiante que en lo alto parecía balancearse a este y oeste como si no quisiera que el mediodía terminase nunca.
El día que abandoné el mundo de la vigilia para adentrarme en el de los sueños había empezado a las siete de la mañana y había terminado a la vez que la eternidad. Fue un día como aquellas discusiones que teníamos Pablito y yo en el instituto, las que comenzaban con "¿cuán largo es el infinito?" y acababan con "¿has visto cómo le han crecido las tetas a Julia?": banal pero tremendamente importante para el devenir de mi vida.
El día que me volví horizontal desayuné arroz inflado y zumo de naranja en la cocina de mi apartamento, comí unos huevos rotos con jamón en la terraza del Candolías, y no llegué a cenar. No hablé con nadie por teléfono ni envíe ningún correo electrónico a ninguna de mis amistades; para ellos supongo que ese día ni siquiera existió, que fue simplemente un absurdo paréntesis durante el cual me convertí en un vegetal. Fue un día no especialmente cansado en el trabajo y al mediodía no ví nada interesante en la televisión; ni siquiera las noticias del corazón trajeron nada especial ni que destacase. El Zaragoza había vuelto a empatar durante la jornada anterior, el presidente del Gobierno seguía negando estar acostándose con el líder del nacionalismo vasco y el líder de la oposición seguía negando estar intentando invocar a las huestes del infierno para acabar con todo aquello que es bello. Un día normal, un día anodino, un día que duró dieciocho horas más infinito.
El día que descubrí quién había matado a mi padre fue un día como cualquier otro, de no ser porque para mí aún no ha acabado.
Deluxe - Que no
19 diciembre 2007
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